martes, 2 de diciembre de 2014

El paso difícil hacia tierra firme

        Autor:  


Desde muchas visiones se han narrado los percances de la expedición del yate Granma, gesta iniciada varias jornadas antes de la partida del puerto mexicano de Tuxpan
                                                     


Cada año los jóvenes escenifican el desembarco del yate Granma. Foto: Contreras Tamayo, Armando
Granma.—Pocas veces la historia consagra con sellos de heroísmo lo que se consigue fácil, y nada, absolutamente nada tuvo de fácil la epopeya de la expedición del yate-símbolo, nombrado Granma.
Desde muchas visiones se han narrado los percances de aquella gesta, iniciada varias jornadas antes de la partida del puerto mexicano de Tuxpan y hasta algunos días después del arribo tremendo a Los Cayuelos, en Cuba.
El periodo completo, de la preparación al desembarco, fue un examen constante a la firmeza, a la convicción profunda de los hom­bres que Fidel escogió para llevar a la Isla, sobre un barco, la guerra de liberación definitiva.
En tierra azteca había sido el arresto, la incautación de armas, las notas de los diarios sobre la conjura contra Batista, la tensión por no ser descubiertos, el sigilo en el entrenamiento…
Aun en la propia madrugada del 25 de noviembre de 1956, los momentos del em­barque en silencio no escaparon de los sobresaltos: el carro de Cándido González que entró al lugar sin apagar las luces, según lo convenido, y puso a las postas en zafarrancho; los hombres de Héctor Aldama que no llegaron nunca; la callada por respuesta del piloto Roque cuando el capitán del barco le pidió su impresión sobre el yate, porque la decisión de partir era más grande que el mayor inconveniente posible.
Los latidos acelerados acompañaron la travesía desde el primer minuto, cuando hubo que navegar a oscuras y a media máquina 11 kilómetros del río rumbo al mar, pasar inadvertidos ante el faro de la marina mexicana en la desembocadura, aceptar los primeros calambres del amontonamiento de un hombre sobre el otro, y admitir también el riesgo de establecer combate en cualquier momento, si alguna nave intentaba frustrar la salida.
Por siete días, el mar encrespado y los bandazos del yate avivaban los miedos interiores al naufragio, mientras los expedicionarios sin costumbres marinas dibujaban un cuadro lastimoso, retratado por el joven Jefe de Sanidad nombrado Ernesto Guevara, él mismo en franca batalla contra un asma incontenible:
“(…) el barco entero presentaba un aspecto ridículamente trágico: hombres con la angustia reflejada en el rostro, agarrándose el estómago. Unos con la cabeza metida dentro de un cubo y otros tumbados en las más extrañas posiciones, inmóviles y con las ropas sucias por el vómito (…)” 1
Otros motivos conocidos hicieron crispar los puños durante la travesía retrasada: la noticia del alzamiento en Santiago y ellos sin llegar aún, la caída de Roque al agua mientras oteaba el horizonte en busca del faro de Niquero, la incertidumbre sobre el lugar exacto que era aquella primera línea de costa.

EL MANGLE TERRIBLE
De todos los que duró la travesía, el día dos de diciembre representó quizá la prueba su­prema al límite humano del tesón, a la resistencia extrema de que es capaz el cuerpo cuando lo vigoriza un ideal.
El barco encalló, y con el primer salto al agua comenzó un nuevo capítulo, recio, plagado de obstáculos inconmensurables. El bo­te auxiliar, destinado al acarreo logístico no soportó tanto peso y zozobró, dividiendo la carga sobre los hombros extenuados, compartidos entre armas y mochilas.
Ya era en sí misma demasiado grande la ironía de haber quedado apenas a dos kilómetros al sur de una playa ideal para el desembarco; pero la costa oriental tiene esos giros, y la pequeña playa tenía al costado una franja intransitable de mangle y ciénaga que como ningún paraje, puso a aquellos hombres el reto mayúsculo de atravesarla con todo el cansancio a cuestas.
Agota el cuerpo y tortura la mente el solo acto de releer tanto testimonio escrito sobre aquel kilómetro y medio de selva marina y fango traicionero. Empapados hasta el cuello, les tocó hacerse el sendero entre la maraña dura de raíces, follajes y troncos rojizos del mangle.
No había tierra bajo las botas, que se hundían sin contén en el fondo pestilente.
Cada paso mereció una crónica trágica, de indescriptible esfuerzo, pues levantar una pierna suponía un desgaste tremebundo y jadeante, contrapuesto a la delicadeza posible con que se maniobraba para apoyarla de nuevo, como si aquel ejercicio mental les aligerara el peso y los hiciera avanzar con alguna firmeza.
Sacar el cuerpo del mar implicaba andar de rama en rama, apoyando sin seguridad la bota herida en la raíz inclinada y resbalosa. A ratos se oía el desplome de alguno sobre el agua, plagada de púas de troncos secos, invisibles, que rasgaban la goma, el cuero, la tela y la piel.
Había rojo en el agua, del mangle destilado, pero ya había rojo de sangre también. Cada metro era un kilómetro para tanta fatiga de siete días, para tanta hambre y sed.
Un palmo de tierra firme era entonces el sueño más caro de cada combatiente, y aun cuando de pronto la floresta cesó a la vista, un engañoso paisaje confirmó que cualquier circunstancia puede ser todavía peor: una ciénaga desnuda se abrió ante ellos, en forma de laguna, que levantó las sospechas de posibles tembladeras peligrosas, sin ofrecer siquiera el asidero de las ramas del mangle.
Luego, otra franja tupida de raíces y troncos reeditó la experiencia de andar encaramados, hasta que alguien avistó sobre el follaje el final del valladar vegetal, y oxigenó, con el anuncio, los ánimos y las fuerzas.
Con el paso seguro, dolían menos las cortadas en los brazos y los rostros, provocados ahora por la hierba, los troncos y las hojas del patabán, la yana, los bejucos y helechos de un último tramo que precedía la verdadera tierra firme.
Aún no había la certeza de la zona que pisaban, hasta avistar el primer bohío con su morador, campesino que confirmó el lugar y fue una primera brújula en la esperanza de alcanzar las montañas, todavía lejanas.
La expedición del Granma había llegado a Cuba, ya pisaba la tierra que reclamaba el concurso de sus hijos para salvarla por fin de la ignominia. Al menos habían llegado, y aunque las bombas y la metralla de la tiranía, enterada del arribo revolucionario, les pisaban los pasos, el desembarco había sucedido.
La barrera de mangle fue un augurio muy claro de lo que vendría entonces, de los peligros siguientes a precio de muchas vidas valiosas; pero ya cerraba el segundo día de diciembre y se abría una página nueva, la primera del currículo militar de un ejército que nació esa fecha, y comenzó a crecer con los hombres justos que encontró a su paso, se elevó hasta la altura de la Sierra que conquistó, y desde la cual prodigó, para la Isla entera, toda esta libertad que la salvó de la muerte lenta que la consumía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario